El autoconocimiento nos lleva a tomar conciencia de nuestras propias limitaciones, casi siempre temporales, cambiantes y evolutivas. Esto nos empuja a mirar a nuestro alrededor y, como seres sociables, buscar la solución en el otro: pedimos ayuda.
Y es esto precisamente lo que hacen los niños desde bien pequeños. Les enseñamos a esforzarse y a intentar las cosas más de una vez, aunque al principio resulten algo complejas. Pero la capacidad de pedir ayuda al otro hay que desarrollarla ya que es fundamental y signo de madurez. Esa respuesta, esa colaboración, llena de satisfacción al niño, creando unos vínculos sociales con los demás que le empujarán a sentir y ejercer la empatía. Poco a poco, se convertirá en una responsabilidad personal el hecho de tener en consideración a los iguales y estar abierto a ayudar en caso de necesidad.
Las acciones cotidianas, una vez más, nos entrenan: ayudar a poner los zapatos al compañero, avisar a un adulto cuando una amiga se hace daño, sujetar y transportar conjuntamente algo pesado, realizar juntos un puzle o encontrar una solución de forma conjunta a un problema planteado, son algunos ejemplos que protagonizan nuestros alumnos de tres a seis años. Ese sentido de la responsabilidad hacia los demás es una semilla que encontramos en los pequeños desde el momento en que salen de su egocentrismo evolutivo y descubren al prójimo. Trabajar de modo cooperativo, sumando fuerzas, desempeñar tareas diarias de responsabilidad, ser temporalmente los “helpers” de clase, son algunos ejemplos de nuestro parvulario que dan significado al valor, tan importante, de ayudar, de acompañar a los que nos rodean para lograr, juntos, un objetivo.
“Ayudar al que lo necesita no sólo es parte del deber, sino de la felicidad”, José Martí, el poeta.